En 1944 la Oficina de Información de Guerra de Estados Unidos le encargó a la antropóloga Ruth Benedict una investigación sobre los patrones culturales del pueblo japonés. Confiado en su superioridad bélica, el ejército norteamericano quería evitar una guerra larga y cruenta, pero la resistencia a rajatabla de sus enemigos hacía de principal obstáculo. El análisis de Benedict terminó reflejando a un rival mucho más ambiguo de lo que suponían:
Los japoneses son, a la vez, y en sumo grado, agresivos y apacibles, militaristas y estetas, insolentes y corteses, rígidos y adaptables, dóciles y propensos al resentimiento cuando se les hostiga, leales y traicioneros, valientes y tímidos, conservadores y abiertos a nuevas formas, preocupados excesivamente por el «qué dirán» y, sin embargo, propensos al sentimiento de culpa, incluso cuando los demás no saben que han dado un paso en falso; soldados en extremo disciplinados, pero con tendencia también a la insubordinación.
Es posible que las contradicciones del carácter japonés hayan desconcertado al Alto Mando, y se hayan apurado por acabar la guerra de la manera más extrema posible. El estudio de Benedict, publicado al terminar el conflicto, permitió entender menos la psicología de guerra nipona y más la disposición a abrazar el neocolonialismo yankee. Era un libro sobre los conquistados. Su título, sin embargo, legó dos imágenes preciosas que aún se asocian al alma nipona. El crisantemo y la espada.
*
Diez años después del fin de la guerra nacía, en medio de un Japón que resurgía de las cenizas, Akira Toriyama. Como si las palabras de Ruth Benedict fueran ciertas, al joven Toriyama le gustaban hacer dos tipos de dibujos, casi contrapuestos entre sí. Animales o vehículos mecánicos. Era sensible tanto a las imágenes de los 101 dálmatas de Disney como a los potentes androides de Astroboy. Parte de esta dualidad se vería reflejada en su primer manga (historieta), Dr. Slump, que versaba sobre las aventuras de un profesor y su pequeño robot. El viejo animismo sintoísta, religión principal del Japón, y la nueva fe en la industrialización capitalista sustentaban el interés por las máquinas y la robótica. La tradición y la vanguardia, a la vez, y en sumo grado.
Pero Toriyama, fallecido hace unas pocas semanas, y homenajeado casi de inmediato dentro y fuera de Japón, es recordado por otro manga que luego se convertiría en una serie de animada de culto. De nuevo, repetiría las aventuras de un chico y un adulto, o un chico y una mujer joven, en la búsqueda de un misterioso objeto mágico. En el camino, el héroe va adquiriendo habilidades de pelea, haciendo buenos amigos, y derrotando a rivales. Y aunque Gokú no es un robot, tiene una cola de mono y en luna llena se transforma en simio. En animal. Toriyama había colado, sin proponérselo demasiado en un inicio, otra dualidad. La serie en cuestión, Dragon Ball, ya es mundialmente conocida. Y fue la puerta de entrada a un país que nada tenía que ver con el mío.
*
La primera vez que vi Dragon Ball fue por puro ritual. En las tardes de televisión no había cabida a la elección del streaming. Era prender el aparato y mirar lo que ofrecían los canales. Acaso el zapping como defensa. Dragon Ball era transmitido a las seis de la tarde, todos los días, después de un programa que me gustaba más y ya no recuerdo. No me enganché demasiado, quizás porque la imagen me parecía bastante menos lograda que otras series que había visto antes, norteamericanas. Y solo por la terquedad de tener que ver algo a esa hora en la televisión pude aguardar a la aparición de Dragon Ball Z, en donde Gokú es adulto y tiene un hijo, Gohan. Ocurren dos desplazamientos. Primero, el protagonista se encuentra con su propio destino, la revelación de su identidad, la pertenencia a la raza saiyajin, a priori maligna. La historia se me hacía más interesante que un niño persiguiendo unas esferas mágicas. Segundo, el incremento de las escenas de acción, de las peleas. La espectacularidad de la imagen no había variado demasiado, pero sí el sonido. Los gritos, los golpes, los derrumbes, eran distintos. Prolongados, explícitos, estirados hasta lo inverosímil. No había el exceso de música instrumental que solía acompañar las mejores batallas de X-Men o Batman: la serie animada. Dragon Ball Z era puro piñas, patadas y porrazos.
Las peleas se podían escuchar tan bien que era posible imaginarlas con los ojos cerrados. Quizás esa es una de las herencias más poderosas que dejó Toriyama: chicos jugando a tener batallas invisibles al ritmo de onomatopeyas divertidas, enfrentamientos exclusivos para los iniciados en ciertos ecos y silbidos. Algún adulto espabilado podría adivinar una pelea en curso y acaso asomar un nombre ¿Quién eres, Superman, el hombre de acero?, pensando que había dado con algo, que había adivinado al luchador.
No. Mi nombre es Gokú.
*
La pacificación a la fuerza a la que sometió el general MacArthur a la isla de Japón durante la ocupación norteamericana se apalancó en el mensaje del emperador Hirohito a su pueblo, en donde expresaba que no era divino, que no era ningún dios. Más que la constatación de su naturaleza, fue la humillación que suponía que el líder de la nación tuviese que ceder a las exigencias de las fuerzas ocupantes lo que despedazó el temple nipón. Y de rígidos pasaron a adaptables y de valientes a tímidos. Debían abandonar la espada y contentarse con la delicadeza del crisantemo. Pero en la generación anterior a Toriyama, esa que quiso describir Benedict, no todos fueron tan receptivos al sometimiento extranjero. Uno de ellos fue Yukio Mishima, considerado el mejor escritor japones de su tiempo.
Es curioso que Mishima haya sido, precisamente, el epítome de la dualidad japonesa que pregonaban los yankees. Difícil encontrar mejor ejemplo de militarista y esteta. Incluso escribió un libro muy personal en donde refleja esa antítesis, con un título que también lleva dos sintagmas: El sol y el acero. Y mientras el sol representa el dominio del lenguaje, su uso para el control de la realidad, el acero simbolizaba el cuerpo, la carne, el paso a la acción. Y como los personajes de sus mejores novelas, que parecen atormentados por exceso de sol y falta de acero, Mishima adjudicaba la misma enfermedad a la sociedad japonesa: habían sido enceguecidos por la luz del pensamiento occidental, y habían olvidado su propio corpus. El mismo Mishima había cultivado su físico para dejar atrás cierta debilidad constitutiva, al punto de transformarse en fisicoculturista. Para el Japón, la hipertrofia solo podía hacerse reinstaurando una monarquía y devolviendo todos los poderes al emperador.
Si Mishima hubiese vivido lo suficiente para ver el trabajo de Toriyama, quizás habría leído en la raza saiyajin la superioridad natural nipona. Los saiyajines, violentos por naturaleza, destructores de mundos, imperialistas, serían el destino natural de la raza japonesa. La vuelta a la gloriosa era Meiji. Dragon Ball Z como símbolo del espíritu revolucionario del Japón que el mismo Mishima, con todo su arte, nunca pudo despertar.
*
En Dragon Ball Z, ciertamente, hay un palpable culto a la violencia, al acero de Mishima. Los personajes principales viven para entrenar y pelear contra seres despiadados. A veces estos mismos enemigos se unen a Gokú para enfrentarse a otros contrincantes aún más poderosos. Las subtramas suelen ser rodeos o complementos de las grandes batallas (o palizas) entre los protagonistas. En principio Dragon Ball Z estimulaba mi imaginación, mi habitación propia, con sus épicos combates. También me permitía tener mis propios héroes, a diferencia de Spiderman o El Zorro, que eran de la generación de mis primos o de mis tíos. Pero en algún momento me fue evidente que me gustaba Dragon Ball Z por su propia violencia. Violencia que nunca fue gratuita, pero siempre intensa. Celebraba las golpizas a los malos y sufría la de los buenos. Hay una, sin embargo, que recuerdo con especial horror. La de Videl vs Spopovich. No sé cómo pasó la censura de la época, la de la televisión nacional. Incluso, cuando volví a ver la escena, apenas unos meses después, ya casi adolescente, le encontré una obscenidad que rayaba en lo erótico. Y mientras otros mangas de ese tiempo, incluyendo el Dragon Ball inicial, jugaban distraídamente con el cuerpo de las mujeres y cierto tocamiento no consentido, la cuerda fina entre sexo y violencia se tensaba en breves momentos de Z. Quizás eso era la naturaleza de lo japonés: hacer pasar lo implícito en el medio del ruido de lo explícito, a diferencia de Occidente, que suele armonizar de otro modo. Japón, o Dragon Ball Z, estaba hecha de una sensibilidad distinta a La Liga de la Justicia o a Power Rangers.
En algún momento dejé el ritual de las seis de la tarde. Me empezaron a interesar otras cosas. Al contrario de Mishima, mi camino iba de la espada al crisantemo.
*
La antítesis a Toriyama en el mundo mangaka sería Hayao Miyazaki. Y no solo por lo distinto de la estética, en aquel más clásica y norteamericana y en este más preciosista y europea, sino por sus historias y personajes. Mientras que en Toriyama los personajes principales suelen ser masculinos, fuertes, belicistas y endogámicos, en Miyazaki sus tramas suelen incluir a la naturaleza (Mi vecino Totoro), distintos tipos de leyendas folclóricas (La princesa Mononoke), personajes femeninos bien desarrollados (El viaje de Chihiro) y una marcada ética pacifista. Su última película, la oscarizada El chico y la garza, reúne mucho del simbolismo y el sentimentalismo de la que Dragon Ball se encargó por años de mantenerme prevenido. Y no porque Toriyama se contentara con hacer una serie exclusivamente violenta, narcisista, de machitos. Sino porque para que Dragon Ball funcionase, no tenía que tomarse demasiado en serio. Tenía que tener una vía de escape, una válvula de desdramatización que se hallaba en el humor, en cierto absurdo, en algunos desvíos que el grave arte de Miyazaki raramente utiliza.
Una bagatela que disfruté mucho de Toriyama fue la de inventarse al Gran Saiyaman. Gohan, el hijo de Gokú, luego de consagrarse el guerrero más poderoso venciendo a un terrible androide, decide dejar de entrenar, y se dedica a perseguir a delincuentes de poca monta disfrazado de una especie de superhéroe, el Gran Saiyaman. Además de brindarle un satírico homenaje a Superman, Toriyama deslastra a Gohan de su condición de peleador nato, le abre el camino a una vida más allá de lo saiyajin (una segura decepción para Mishima de haberlo visto) y, sobre todo, nos hace identificarnos con un personaje que fantasea llegar a ser poderoso cuando ya lo es. No es, ni de lejos, lo mejor de la saga, pero ese gesto de puro derroche, de autor rebelde a sus creaciones y no al revés, es lo que aleja a Toriyama de un Miyazaki que, siguiendo a Manny Farber, está demasiado complacido en el arte virtuoso, ese que parece un gran elefante blanco.
*
Creo que Ruth Benedict, al final, estaba equivocada. Y no porque su estudio sobre los japoneses no describiera bien los patrones culturales del Japón de su época. Si no porque las dualidades que planteaba eran demasiado generales. ¿Qué persona no puede ser, llegado el caso, valiente y tímida, o insolente y cortés, al mismo tiempo, dependiendo de la situación? Si cambiásemos en la descripción de Benedict a los japoneses por los latinoamericanos, probablemente encajaría a la perfección. O con los iraníes. O con los franceses. Precisamente el arte de cada país refleja esta universalidad de rasgos. Muchas novelas de Murakami, bien leídas, podrían pasar por californianas. Kawabata hacía relatos eróticos perfectos para cierto pudor andino. Taeko Kono escribió con una sensibilidad propia del norte de Francia. Y el cine más shakesperiano del mundo lo hizo Kurosawa. A cierto nivel, nos topamos con los ropajes locales, inexpugnables. ¿Pero alguien que haya leído el cuento Rashomon de Akutagawa, luego de cierta limpieza comarcal, podría no sentirlo absolutamente cercano?
La verdad, ni siquiera sabía que Toriyama vivía cuando anunciaron que había muerto. Apenas reconocía bien su nombre. Tendría unos veinte años sin pensar detenidamente en Dragon Ball. Y mi imperio romano definitivamente no era Japón. Aun así, hubo una suerte de contigüidad, como si el cadáver del ponja me cayera al lado, como si se deslizara del placard. Y ahí me vino el seppuku de Mishima, y un afiche que tuve del Kame-House, y el Mitsubishi azul celeste de mi viejo, y mi mascota virtual Tamagutchi muerta por exceso de comida, y la aureola de Gokú, y la bachata en Fukuoka de Juan Luis sonando en el Discman Sony, y la pelota de Oliver Atom girando en forma de disco, y mi Game-Boy gris de segunda mano, y el traje verde y negro del Gran Saiyaman, con casco, capa roja y brochecitos de oro. Después, no pensé más en Toriyama o en Japón o en el crisantemo y la espada. Me quedé con los ojos cerrados, haciendo zumbidos con la boca, como el murmullo que hacen los cuerpos cuando quieren imitar al sol.
Rober
Genial! 👏👏👏
Esto es un gran cuento!