Bamboleo
De la relectura de un southern, del cine de vaqueros, de los héroes de acción de los 90, de Manny Farber, de boxeo, de generaciones de hombres nos habla Rober en esta edición del nius.
Desde el fondo de la sima #18
La primera vez que leí Glaxo, de Hernán Ronsino, pese a la recomendación de Juanma, no me terminó pasando nada. Me daba cuenta, sí, de que era una obra muy bien escrita, que corría el tipo de riesgos estilísticos que más me gustan; pero su universo demasiado pampeano y rural a mí no tenía mucho que decirme. Por lo menos en una primera leída.
Por insistencia (cuando no terquedad) de Juan Manuel, volvimos al libro para un taller de Temporada a la intemperie. No voy a hablar de las bondades de las segundas lecturas, pero una de ellas es sin duda regresar a ciertos detalles pasados por alto. Una de las voces narrativas rememora entonces los juegos que de chicos hacían los personajes: imitar a los cowboys del western, a Kirk Douglas, a John Wayne. Yo nunca llegué a jugar a ser vaquero, a quererme parecer a Clint Eastwood. Mis compañeros de juego, que muchas veces eran mis dos hermanos, tampoco. Me di cuenta, releyendo a Ronsino, que quizás en la primera leída me hizo falta una clave de lectura que recién pesqué en una segunda vuelta. Generación. La primera vez la historia se me había escapado porque no había entrado del todo en la generación de los personajes Vardermann, Souza y Barrios. No había entrado en una generación que en realidad no es la mía, sino que es la de mi viejo.
Mi padre, de joven, fue un entusiasta del cine de vaqueros. Provinciano, esperaba que llegaran las películas de la gran ciudad, con meses cuando no años de retraso, y aun así las veía como si recién se acabasen de estrenar. Iba a las funciones continuadas con su hermano mayor y su hermano menor, donde miraban al menos tres veces la misma película, hasta poder grabarse a fuego cada gesto, cada articulación, cada seña de los héroes del western. Supongo que salían los tres del cine a hacer lo mismo que hacían los personajes de Glaxo; a tener duelos imaginarios, a turnarse el lugar de buenos y malos, a quedarse con el botín y la chica. El hermano mayor de mi viejo adivino que prefería personajes a lo Robert Mitchum, más oscuros y elusivos. Mi propio padre iría por la línea clásica, identificándose con los reflejos rápidos, con la sonrisa ladeada de un Henry Fonda. Mi otro tío, para balancear ese line-up, no le quedaría otra que ser un menos recio pero más complejo Gary Cooper.
Decía Ricardo Piglia que una generación (literaria) se caracteriza por leer exactamente igual, aunque eso no significase escribir lo mismo. Para cuando empecé a ver cine, era plena época de blockbusters, y el western estaba prácticamente acabado. Algún esfuerzo hizo papá por acercarnos, junto a mis hermanos, a las crepusculares películas del género, pero a él mismo lo agarraban fuera de foco. Kevin Costner no podía ser Lee Van Cleef. Entre una época y otra el cine de vaqueros se fue perdiendo, se fue difuminando, como si de los grandes cowboys quedasen solo sus siluetas dibujadas en la pared. Como en Glaxo, hay algo que se pierde con cada generación, algo queda sepultado, guardado como un secreto que hay que saber desentrañar.
Releyendo la nouvelle de Ronsino, que a medida que pasaba las páginas me parecía cada vez más un southern, recordé el ensayo del crítico de cine Manny Farber Arte termita contra arte elefante blanco, uno de sus textos más famosos. Ahí, entre otras cosas, analiza El hombre que mató a Liberty Valance y ese ritmo corporal tan singular de John Wayne. Dice Farber […] la actuación de Wayne está infectada de cierto espíritu vago, sentado a horcajadas, haciendo un amargo y burlón gesto, contrapunto a la pálida y neutral vida del film detrás de él. Ronsino, de manera menos enfática, llega a describir a Wayne como chueco, bamboleante y con un gesto de amenaza en los ojos. A Farber y a Ronsino los distancia probablemente más de una generación, pero podían ver la misma cara arrugada llena de amargura, los celos, un gran cuerpo que holgazanea lujuriosamente que dejaba a cada paso Wayne en sus mejores películas. Wayne, la mayor estrella del cine de vaqueros que alguna vez hubo, el epítome de hombría por décadas, no era simplemente la imagen del Macho Man. Incluía dentro de sí cierta libertad, cierta displicencia, cierta desviación haragana que, más que la fuerza y la rudeza, representan el corazón de la masculinidad. Glaxo, en una segunda leída, se me fue haciendo transparente porque hablaba de lo que hablan todas las generaciones masculinas. De cómo hacerse hombre.
A los hermanos de mi madre, también tres varones, no les interesaba el western. Lo de ellos era el boxeo. Crecieron en una de las épocas de oro del cuadrilátero, cuando los pesos medios mandaban. Por supuesto que jugaban a hacer de sparring con su sombra. Por supuesto que jugaban a pelearse entre ellos. Por supuesto que jugaban a querer ser su boxeador favorito. Al hermano más moreno le tocaba ser Sugar Ray Leonard. Al mayor, Mano e’ Piedra Durán. Y al último tío, al más resistente, Maravilla Hagler. Quizás mis tíos maternos triunfaron en lo que no pudo mi viejo, transmitirnos ciertos héroes. Aunque el boxeo también estaba en horas bajas en los 90, el cine de acción estaba en su apogeo. Mi tío Mano e’ Piedra le asignó a cada sobrino un personaje o, más bien, un actor. Él mismo se reconvertiría en Arnold Schwarzenegger y a mis hermanos les tocaría ser Sylvester Stallone y Bruce Willis. A mí, quizás por ser el mayor, me permitieron elegir. Escogí, entonces, a Jean-Claude Van Damme.
En las historias de masculinidad, o en las mejores de ellas, siempre tiene que haber un cobarde. En Glaxo, en la historia de Vardermann, de Souza y de Barrios, hay uno. En el Último tren a Gun Hill, la historia dentro de la historia de Ronsino, hay otro. Pues ¿Cómo se mide la hombría si no hay alguno que no está a la altura? ¿Cómo puede ser una historia siquiera interesante si no hay alguien que retrocede, que es deleznable? El cine de acción de los 90 no tuvo la imaginación dramática de las generaciones anteriores; se contentaba con los efectos especiales y los personajes acartonados, de relleno, que hacían de coro al gran Movie Star. Acaso Karate Kid podría ser una de las mejores excepciones. Aun, la gran pantalla permite transmitir no solo con la historia, sino con los cuerpos. Y en Glaxo, en realidad, yo no estuve releyendo solo una novela de intriga en la pampa argentina. Estuve releyendo mi elección por Jean-Claude Van Damme, por escogerlo como figura identificatoria, por querer dar patadas elásticas, por hacer brinquitos laterales, por golpear con la mano abierta, por usar gafas un poco femeninas. Quizás Van Damme, como John Wayne, era también una figura masculina algo agujereada, chueca. Van Damme tenía la tosquedad de Stallone y la aspereza de Willis solo de manera parcial: sus movimientos de karate eran fuertes, pero al mismo tiempo delicados, y el romance en sus películas tenía mucho de amor francés. Una generación masculina, si abusamos de Piglia, es una forma de hacerse hombre exactamente igual. Lo que no siempre está claro es que viene incluida su propia desviación, su propia deriva. Para que algo resuene tiene que venir, de algún modo, incompleto.
Supongo que, en algún tiempo, volveré a leer un libro de Ronsino, volveré a ver la Trilogía del Dólar de Sergio Leone, a mirar una compilado de los jabs de Tommy Hearns para reencontrarme con la idea de masculinidad en cada generación. O, más bien, con su imposibilidad. La imposibilidad de lo masculino en Vardemann, en Souza y en Barrios, es la misma en Mitchum, en Fonda y en Cooper, y en Leonard, Durán y Hagler. Y en Wayne. Y en Van Damme. Es la imposibilidad propia. El arte, si se trata de algo, es de eso. De transmitir una imposibilidad. Aunque a veces haya que leerla dos y tres veces. Las que hagan falta.
Rober
Lo imposible de la masculinidad, buena expresión.